Mariana Manzanedo nació el 5 de agosto de 1568 en Alba de Tormes, en una familia noble que mantenía relaciones cercanas con los círculos cortesanos. Su padre, Juan de Manzanedo de Herrera, era abogado, licenciado de la Universidad de Salamanca, y perteneció al círculo de consejeros de Fernando Álvarez de Toledo (1507-1582), duque de Alba. Su madre, treinta y seis años menor que su marido, María Maldonado y Camargo, procedía de Coria (Cáceres), donde vivía en el claustro de clarisas en condición de educanda. El matrimonio tuvo siete hijos, de los cuales la menor era Mariana, que quedó huérfana de madre diez días después de su nacimiento. Después de este acontecimiento el padre se marchó a Roma, de donde volvió, ya en condición de sacerdote, para honrar la memoria de su difunta esposa. En la casa natal Mariana aprendió a leer y probablemente a escribir. También se sabe que a la edad de cuatro años fue llevada a la iglesia de Alba de Tormes, donde recibió de manos de Teresa de Jesús una bendición personal. Por su relación autobiográfica sabemos que durante su infancia vivió un intento de violación por parte de uno de los criados de la casa. En 1574 Juan de Manzanedo decidió mudarse a Ciudad Rodrigo junto con sus hijos menores. Sin embargo, al año siguiente murió y los familiares de Mariana la hicieron ingresar, sin su consentimiento, en el convento de Santa Cruz de dicha ciudad, donde estaban dos tías suyas y su hermana mayor, Francisca. Las otras hermanas, María y Catalina, entraron en el convento de la tercera Orden Franciscana, en Coria. En el convento de Ciudad Rodrigo Mariana Manzanedo vivió, como anteriormente su madre, en condición de educanda y permaneció en este claustro los siguientes veinticinco años de su vida. Allí recibió educación en letras y formación espiritual, llegando a conocer las principales lecturas religiosas del momento, entre las cuales la vida de santa Catalina de Siena y los libros de fray Luis de Granada y Pedro de Alcántara eran sus preferidas. En su testimonio dejó claro que los primeros años de la vida claustral le resultaron muy difíciles y desagradables, ya que fue un periodo de enfermedades graves y conflictos con su hermana y las otras religiosas. Asimismo, durante esos años sentía preferencia por el casamiento y la vida seglar que por la vocación religiosa. Parece que las lecturas piadosas despertaron en la joven los anhelos espirituales y el deseo de hacerse monja siguiendo el ejemplo de su hermana mayor, quien tomó el hábito en 1579. En 1581 Mariana tuvo su primera experiencia mística, con la visión del último juicio, que marcó significativamente toda su posterior trayectoria religiosa. Durante los siguientes años, Mariana vivió en constante lucha entre la vida espiritual y el mundo secular, ya que se sintió especialmente atraída por los libros de caballerías e hizo de escriba de tarjetas amorosas para otras mujeres del convento. De hecho, viviendo un conflicto interior entre los valores seculares y espirituales, sintió especial devoción por santos conocidos por su pasado pecador, como san Pablo o santa Magdalena. Finalmente, a los dieciocho años, después de haber encontrado patrocinio para el pago de la dote, profesó los votos solemnes, entrando en religión el 15 de febrero de 1587. A partir de este momento, Mariana se hizo devota de la espiritualidad teresiana. Asimiló los principales conceptos espirituales e hizo de Camino de perfección, que supuestamente conocía de memoria, un modelo para su futuro desarrollo religioso. También le eran familiares otros escritos de la Santa: los Avisos, las Moradas y la Vida, que le entregó, autógrafos, la propia autora antes de su muerte. Durante su vida en el convento de Ciudad Rodrigo desempeñó las funciones de sacristana, tornera, maestra de novicias y, repetidas veces, priora. Fuese cual fuese el cargo ocupado, Mariana se veía atraída por las relaciones amorosas seculares y platónicas, por esa razón mantenía correspondencias afectuosas con varios hombres y recibía visitas de algunos pretendientes en el locutorio del claustro, sucesos de los que ella misma deja testimonio en su Vida. Su gobierno como priora (1599-1602) se caracterizó por una disciplina especialmente severa y dio comienzo al plan de reforma recoleta de la regla agustina. Al acabar su priorato en Ciudad Rodrigo, fue elegida para fundar en Éibar, hacia donde partió con otra monja de su comunidad, Leonor de Miranda. La fundación en Éibar constituye el inicio de un gran proyecto de retorno a las formas primitivas de la regla de san Agustín, llevada a cabo con el apoyo del padre Agustín Antolínez. Mariana, junto con otras monjas elegidas para esta empresa (dos del convento de Santa Úrsula de Toledo, dos de Salamanca y una de Ávila), y como priora de la nueva comunidad, profesó según las nuevas Constituciones el 23 de mayo de 1604. Este mismo mes fue elegida, con otra compañera suya, Leonor de Miranda (de la Encarnación), para otra fundación en Medina del Campo. Esta resultó ser la más problemática, debido a conflictos de intereses entre los fundadores seculares (Baltasar Gilimón y Agustina Canovio) y varias crisis económicas que la comunidad tuvo que afrontar después de la inundación del edificio. Sus siguientes fundaciones fueron en Valladolid (1606-1610), Palencia (1610) y Madrid (monasterio de Santa Isabel, 1611-1612, y monasterio de la Encarnación, 1612-1638). Intervino, apoyó e influyó directa e indirectamente también en otras fundaciones de la orden (Villafranca del Bierzo, 1623; Castilla de la Cuesta [Sevilla], 1625; Carmona, 1629; Requena, ca. 1630; Medellín [Cáceres], 1631; Pamplona, 1634, y Lucena, después de su muerte, en 1639, pero siguiendo su plan). Sin duda su proyecto más importante fue la fundación del monasterio de la Encarnación de Madrid bajo los auspicios de la reina Margarita de Austria, quien entabló con Mariana una relación de amistad, mecenazgo y mutua inspiración. Durante la construcción del nuevo edificio, las cuatro monjas venidas para establecer la comunidad vivieron, con el consentimiento de Felipe III, en la Casa del Tesoro, al lado del palacio, por lo que ambas mujeres podían visitarse a diario. La interrupción de la amistad por la muerte posparto de la reina no paralizó el proyecto, que fue llevado a cabo en los años siguientes bajo la supervisión personal del rey. Estas relaciones cercanas entre Mariana, como priora del convento, y la corte fueron objeto de severas críticas en los círculos aristocráticos y cortesanos, llegando a imprimirse doscientas copias de un panfleto que fueron difundidas entre la élite madrileña. A pesar de esta conflictiva relación, la comunidad mantuvo cercanía con las políticas del Reino de los siguientes monarcas. En 1625 Felipe IV completó las escrituras de la fundación, iniciadas ya por Felipe III. Asimismo, las religiosas asumieron nuevas Constituciones, escritas y puestas en práctica por la propia Mariana. Estas estipulaciones fueron aprobadas por el papa Pablo IV en 1616 y el papa Urbano VIII extendió su uso a todas las comunidades agustinas recoletas a partir de 1625. El periodo del priorato madrileño fue especialmente relevante para la producción literaria de Mariana. En estos años escribió sus Comentarios al Cantar de los cantares y los Ejercicios espirituales y repartimientos de todas las horas. Además de una correspondencia abundante, compuso otros textos breves, como Consejos y máximas, Jaculatorias, Oraciones y prácticas piadosas, Apuntamientos, Poesías, Advertencias para la reformación religiosa, Versículos y Testamento espiritual. En los últimos años Mariana padeció graves enfermedades. Se dice que diez años antes de su muerte perdió toda su dentadura y estuvo tan enferma del estómago que casi no comía, manteniéndose, según los testimonios, gracias al Santísimo Sacramento. A pesar de esto, permaneció activa intelectualmente hasta los últimos días de su vida. Murió de tifus exantemático cuando estaba a punto de cumplir los setenta años, el 15 de abril de 1638. Después de su muerte, Spínola realizó dos retratos suyos, que fueron colocados en su celda y en la silla de priora del convento, respectivamente. Catalina de la Encarnación, una religiosa de su comunidad, guardó sus autógrafos durante más de diez años y después los sacó a la luz, a pesar de que Mariana había dado orden de quemarlos. También se dispuso a hacer un informe sobre la vida y las virtudes de Mariana de San José, al que respondieron cuarenta religiosas. En 1642 Luis Muñoz recogió estos testimonios y los autógrafos de la autora y en 1645 publicó su biografía. Mariana de San José es venerada como sierva de Dios dentro de la Iglesia católica. Su proceso de beatificación fue paralizado debido a complicaciones de índole política.